Por Matías Lopez

El Secano Costero de Chile, entre el Río Rapel y el Maule, es una zona aislada, ruda y única en nuestro país. Azotada por el mar y sus vientos, fría, húmeda y extremadamente subdesarrollada. La costa entre Cáhuil y Matanzas es totalmente expuesta, con grandes olas, fuertes vientos fríos del sur, temporales del norte y movimientos permanentes de toneladas de arena. Navegar en esta zona es un asunto radical, hacerse a la mar en un bote una gran aventura que requiere mucha destreza, cojones, y el ejercicio de subir y bajar la embarcación desde la arena cada vez que zarpa. No existen fondeaderos ni caletas protegidas, tampoco ciudades, grandes ríos, ni industrias, por lo que el agua del Mar está libre de toda contaminación industrial. Hacia el interior, grandes fundos miran el horizonte desde arriba de acantilados verticales, un perfecto límite natural que deja al borde costero en una condición “entre la espada y la pared”: acá al frente el Mar, libre, salvaje e inmenso. Allá atrás, las primeras muestras de un país llamado Chile, bello, aparentemente organizado, estructurado y sumiso.
Antiguamente (50 años atrás), lugares que hoy bullen de actividad turística, deportiva y hasta cultural, eran poblaciones primitivas que sólo despertaban en verano, siendo olvidadas por el mundo el resto del año, tanto así que en Punta de Lobos funcionaba una casa de retiro y oración de monjes mercedarios, el conocido Monasterio. A pocos kilómetros de la costa estaba la tierra productiva, el agua, las condiciones de vida más amigables. En la playa, los viejos lobos de mar, curtidos y orgullosos, recorrían a pie grandes distancias pescando y recolectando algas, en condiciones muy duras y casi total libertad. Había que aprovechar al máximo los escasos días de Mar “buena”, pescar y cortar algas, y volver a refugiarse al pueblo cuando empeoraban las condiciones, cargando al hombro y caminando maratones por senderos hechos por ellos mismos sobre acantilados azotados por el viento, playas eternas y roqueríos agresivos, para dedicarse el resto de su tiempo a la casa, la caza, la familia, los amigos, las historias, el pan amasado, el vino y el mate frente a la cocina a leña. El aislamiento y la dificultad tenían la recompensa de la abundancia y calidad de pescados y algas, y un par de días de trabajo en el Mar rendía lo que un mes en los campos, por lo que hombres y mujeres costinos, si se la podían, normalmente iban a preferir la aventura de la playa a la estabilidad del trabajo apatronado.
A lo largo de la costa se levantaban pequeñas construcciones, los “Rucos”, usados por los “Mareros” para pasar esos valiosos días de calma en faenas interminables en el Mar y que luego quedaban abandonadas hasta la próxima “tendida”. No se necesitaba candados, cada Ruco tenía su dueño y el resto lo respetaba, pero un caminante de paso podía usarlo y refugiarse por la noche. Casi no andaba nadie más por esos lados, y los Rucos se iban desarrollando, creciendo y decorando con la madera y otros materiales que regalaba el Mar y la creatividad de sus ocupantes, un poco más en cada mini temporada de pesca. Los dueños de los fundos los miraban con desconfianza y les hacían la vida difícil, con casos extremos como la Hacienda Tanumé, una especie de feudo donde la familia Aspillaga tenía una mansión surrealista en plena playa, con leyes propias, guardias y calabozos donde encerraban, seguramente, a sus propios inquilinos, y donde pescadores de Pichilemu fueron encarcelados a punta de escopeta por andar recorriendo la costa, tan recientemente como los años 70.
Pero los Rucos eran sagrados, estaban en espacio público y sorprendentemente protegidos por leyes, como lo pudieron comprobar un par de “patrones de fundo” costeros , que un día decidieron quemar un Ruco que les molestaba, sucio y abandonado, salieron pillados, fueron demandados y tuvieron que compensar al afectado con el valor de su construcción más un par de temporadas de pesca completas.
Te preguntarás por qué hablar de los Rucos en pasado y es porque, aunque siguen existiendo, el maremoto del 2010 eliminó la mayoría y sólo unos pocos se han reconstruído, además de que la modernidad, con caminos, celulares, y pescadores motorizados, hace que el Ruco deje de ser tan necesario, convirtiendo esta institución cultural del Secano Costero en una más de sus especies y costumbres en peligro de extinción. El hábitat del Ruco y el Marero se va perdiendo, ahora de verdad entre la espada y la pared: al frente, la sobreexplotación abusiva e indolente de la industria pesquera nacional. Atrás, los fundos se convierten en condominios elitistas y acaparadores, ignorando accesos y espacios públicos y la historia de los lugares y su gente. Todo gracias a las leyes obsoletas y permisivas que rigen nuestro borde costero y los límites entre lo público y privado, y por cierto, por los efectos de la pesca industrial, concesionada a las “7 familias” de siempre. Los pescadores se reinventan en la construcción, en el turismo, en el comercio, adaptándose a los nuevos tiempos, como siempre haciéndole a todas. Si hasta el cochayuyo está en veda, quién se lo hubiera imaginado.
Salud y Larga Vida al Ruco, al Marero, a la libertad primitiva del Mar.

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